martes, 26 de febrero de 2008

CINE ANIMADO: HAURU NO UGOKU SHIRO * * * * *

Lo maravilloso de un filme animado como El Castillo Ambulante (Hauru No Ugoku Shiro, Japón, 2004), es la capacidad de su director, Hayao Miyazaki, de permanecer fiel a la tradicional técnica de dibujar a mano prácticamente todo lo que se mira en pantalla, combinando la tecnología digital para animar mínimamente determinados elementos de la película, sin que esto último sea muy notorio en el resultado final.

Tan sólo desde la aparición de ese fantástico castillo zoomorfo, dibujado a mano y animado digitalmente, en el que tan sólo habitan el mago Howl (voz de Takuya Kimura), su aprendiz Markl (voz de Ryunosuke Kamiki) y el fuego mágico Calcifer (voz de Tatsuya Gasyuin), encargado de dar vida al castillo, Miyazaki consigue atrapar al espectador con un mundo poblado por brujas, magos, reinas hechiceras, seres de cuerpos viscosos, máquinas voladoras que se quieren futuristas, con una apariencia instalada en la Revolución Industrial.

A principios del siglo XX, dos países imaginarios se encuentran en una guerra de alcances apocalípticos. En uno de ellos (muy parecido en su arquitectura a Suiza, o algún país de Europa del Norte) habita una jovencita, Sophie (voz de Chieko Baisho), dedicada trabajadora en una tienda de sombreros. Luego de ser perseguida por los viscosos espías de la Bruja Calamidad (voz de Akihiro Miwa), Sophie acaba transformada en una anciana por la gordísima bruja, para lo cual no conoce una cura.

Huyendo de su casa por temor a ser descubierta por su madre, la ahora anciana Sophie se aventura a entrar al castillo de Howl, en el que se autoemplea como encargada de limpieza. Por dentro parece cualquier casa rural, ante el desconcierto del pequeñín y simpático Markl (cómicamente se transforma en hombre barbudo para atender a los clientes de su “amo”), así como del quejoso Calcifer, que no nada más da vida al castillo, sino al mago Howl, por lo que tiene que estar siempre encendido.

Basado en el libro infantil escrito por Diana Wynne Jones, Miyazaki produce una respuesta a la desafortunada adaptación disneyana de La Isla del Tesoro (forzada mezcla de una estética futurista a lo Star Wars, con el tradicional mundo del siglo XVIII del libro de Stevenson), reimaginando magistralmente el libro de Jones e imprimiéndole una afortunada visión ultra-tecnologizada a lo Julio Verne, con la acostumbrada y precoz imaginación de Miyazaki, surrealista e inquietante al mismo tiempo.

Miyazaki logra en esta metáfora de la Primera Guerra Mundial, un inocente y tierno cuento de amor, cargado de su típica escatología y humor negro (hay que ver como sufre la gordísima Bruja Calamidad al subir una escalera) que el maestro japonés imprime a sus películas, muchas de ellas revisiones de historias clásicas, como Alicia en el País de las Maravillas en El Viaje de Chihiro (2001) o la teleserie animada de Heidi, donde empezó su carrera.

El destartalado castillo camina milagrosamente, está a punto de desarmarse, pero funciona como una especie de portal multidimensional, abriendo su puerta a distintos universos (al igual que la Maquina del Tiempo imaginada por H.G. Wells), además de ser una simbólica representación del encierro provocado por la inmadurez del joven mago Howl, un vanidoso chico andrógino, con alma de niño, que deberá superar sus miedos a enfrentarse al mundo “real”. Howl debe asumir su papel de soldado y salir a pelear en la guerra en forma de águila, producto de un hechizo provocado por su otrora mentora, la reina Suliman (voz de Haruko Kato), en pelea con el rey de Ingary (Akio Otzuka).

En definitiva, Howl’s Moving Castle es una obra genial del cine animado japonés. Dentro de todo lo descrito anteriormente, todavía cabrá una pequeña historia de amor, sin cursilerías de por medio, sobre dos jóvenes enamorados y destinados a ayudarse mutuamente. Una película que sorprende desde el inicio hasta el mínimo detalle de su final, con personajes simpáticos (ese perro que tose en lugar de ladrar, el espantapájaros que se desplaza con el palo que lo sostiene,...), en lo que puede considerarse también una graciosa y profunda reflexión sobre la vejez.

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