
Fernando Rey, estupendo como siempre, es el cínico y confiado embajador de Miranda, un imaginario país situado, según se afirma, en Sudamérica, perseguido por una organización terrorista y traficante de drogas. Alrededor de esta fantasiosa región, no deja de sentirse un regusto crítico hacia el franquismo y su política exterior.
La película es como un escenario teatral, en el que entran y salen personajes arbitrariamente, mientras van teniendo lugar situaciones lo mismo cómicas que absurdas, esto último en un surrealismo agresivo, como ese funeral que se celebra dentro de un solitario restaurante, o la serie de historias que unos personajes, sin mayor relevancia en la trama, contarán a nuestros protagonistas en la forma de sueños y fantasías freudianas, los traumas de unos militares de quienes jamás volveremos a saber.
Como buen surrealista, Buñuel juega con nosotros en la película, nos engaña una y otra vez, en ese reto que representa la narración del “sueño dentro del sueño....dentro de otro sueño”, que propone durante el avance de una trama que parece no ir a ningún lado, girando todo alrededor de una cena imposible a la que todos estamos invitados, en la que se habla mucho pero se come poco o nada.
Sin estar a la altura de otras grandes obras del maestro aragonés, la película es subversiva en su discurso político y, al mismo tiempo, en su estilo narrativo, un desconcertante y surrealista juego de “muñecas rusas” que no deja inmune a casi ninguno de sus personajes. Todos ellos parecen quedar atrapados en una red onírica de pesadillas, que se renueva una y otra vez, o en una desolada carretera por la cual vagan como almas errantes, tal vez sin rumbo o tal vez hacia el “más allá”.