viernes, 11 de julio de 2008

LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE * * * 1/2

Una cena entre amigos que siempre se frustra por alguna razón, es el motor de la trama en El Discreto Encanto de la Burguesía (1972), inclasificable filme de Luis Buñuel protagonizado nada menos que por su actor preferido, el también español Fernando Rey. La película pertenece a su etapa francesa y en ella el maestro aragonés dirigía su punzante mirada crítica a la aristocrática clase política y diplomática, a partir de un básico thriller de suspenso.

Fernando Rey, estupendo como siempre, es el cínico y confiado embajador de Miranda, un imaginario país situado, según se afirma, en Sudamérica, perseguido por una organización terrorista y traficante de drogas. Alrededor de esta fantasiosa región, no deja de sentirse un regusto crítico hacia el franquismo y su política exterior.

La película es como un escenario teatral, en el que entran y salen personajes arbitrariamente, mientras van teniendo lugar situaciones lo mismo cómicas que absurdas, esto último en un surrealismo agresivo, como ese funeral que se celebra dentro de un solitario restaurante, o la serie de historias que unos personajes, sin mayor relevancia en la trama, contarán a nuestros protagonistas en la forma de sueños y fantasías freudianas, los traumas de unos militares de quienes jamás volveremos a saber.

Como buen surrealista, Buñuel juega con nosotros en la película, nos engaña una y otra vez, en ese reto que representa la narración del “sueño dentro del sueño....dentro de otro sueño”, que propone durante el avance de una trama que parece no ir a ningún lado, girando todo alrededor de una cena imposible a la que todos estamos invitados, en la que se habla mucho pero se come poco o nada.

Sin estar a la altura de otras grandes obras del maestro aragonés, la película es subversiva en su discurso político y, al mismo tiempo, en su estilo narrativo, un desconcertante y surrealista juego de “muñecas rusas” que no deja inmune a casi ninguno de sus personajes. Todos ellos parecen quedar atrapados en una red onírica de pesadillas, que se renueva una y otra vez, o en una desolada carretera por la cual vagan como almas errantes, tal vez sin rumbo o tal vez hacia el “más allá”.

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