Colin Firth |
Un
elemento constante en The King’s Speech (2010) es el micrófono. Y cada vez que
Albert “Bertie”, Duque de York (Colin Firth, indiscutible ganador del Oscar a
Mejor Actor este año), ve uno o se pone frente a él, entra en un estado de pánico
incontenible. No es el pánico escénico común y corriente, sino un estado de
ansiedad tremendo, debido al impedimento que sufre: el tartamudeo. Es un estado
incapacitante para Albert quien, siendo hijo del rey Jorge V (Michael Gambon,
en una pequeña participación), o sea una figura pública, está completamente
expuesto a la crítica y a toda clase de burlas. Como en la escena que abre el
filme, justo cuando Albert tiene que dar un discurso en un hipódromo de
Wembley, a ser transmitido durante la clausura de un evento.
No es
extraño que la película de Tom Hooper, realizador con una sensibilidad especial
para melodramas de época (como lo mostró en la teleserie “John Adams), haya
también ganado el Oscar a Mejor Director y Mejor Película. Es una feel good movie
en toda la extensión de la palabra, sobre la lucha que tiene que llevar un
hombre para superar una desesperante incapacidad que tiene para hablar. No es
cualquier hombre, sino un presumido hombre de la nobleza británica, que tiene
que mostrar su lado más vulnerable y humano para curar su tartamudeo.
La
historia cubre desde 1925 hasta 1939, cuando Inglaterra entra en guerra con
Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Albert se convierte en el rey Jorge
VI, luego de que su hermano abdique para casarse con una mujer divorciada.
Antes de todo eso, Albert acude a un terapista del lenguaje, aconsejado por su
esposa Elizabeth (Helena Bonham
Carter, genial), para iniciar lo que será la prueba más dura de su vida. El
terapista es Lionel Lough (Geoffrey Rush, impecable como siempre), un paciente
australiano radicado en Inglaterra, actor aficionado que admira a Shakespeare y
con extravagantes métodos. Lionel bajará a Albert de su pedestal de sangre azul
y le impondrá sus propias reglas. La terapia no se limitará a ejercicios
físicos de respiración, movimientos corporales, enunciación de palabras, etc.,
sino incluirá una terapia psicológica, que lleva a Albert a encontrar los
orígenes de su tartamudeo. Ya que, según Lionel, nadie nace siendo tartamudo.
La
actuación de Colin Firth es un prodigio, un verdadero ejercicio histriónico.
Duele y, al mismo tiempo, conmueve verlo en pantalla. Albert es explosivo a
veces, con arranques de desesperación, pero la mayor parte del tiempo es vulnerable. Es intenso como personaje
cuando no está tartamudeando; cuando parece olvidar su padecimiento. Además de
cantar lo que habla, uno de los ejercicios es decir palabrotas, o más bien
gritarlas. Es gracioso ver los milagros que las malas palabras pueden obrar en este
padecimiento, y entre más fuertes mejor.
La
película está llena de instantes agradablemente humorísticos, como las
terapias. O también cuando Elizabeth llega por primera vez al consultorio de Lionel,
y este no sabe con quién está tratando. De hecho, el corazón de la película es
la gran química entre Geoffrey Rush y Colin Firth. No es difícil adivinar,
desde el principio, que tanto Albert como Lionel acabarán siendo grandes
amigos. Lo fueron hasta el final de sus vidas, con muy poco tiempo de diferencia
entre una muerte y otra: Albert falleció en 1952, y Lionel en 1953. La historia
está llena de momentos tensos entre ellos, y en su amistad hay una línea muy
frágil, una social, que tiene que ver con las diferencias entre un noble y una
simple plebeyo. Es una perfecta combinación, una muy cinematográfica y
atractiva, con mucho de dónde explotar.
La
nominación al Oscar a Mejor Fotografía para Danny Cohen es merecida. Esto la
pone por encima de cualquier biopic televisivo, gracias a su atractivo visual, pleno
de encuadres arriesgados y composiciones intrigantes. Su banda sonora es
interesante. Hooper elige a Mozart para las escenas de la terapia, y a
Beethoven (la sinfonía número 7) para el momento más importante: cuando Albert
tiene que decir su primer discurso de guerra para el pueblo. Es de los momentos
más sublimes y logrados, mientras vemos a Lionel dirigiendo a Albert, como si
dirigiera una orquesta.
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